Memoria subversiva de los humillados


enero 2019
 
Enrique Falcón (Valencia, 1968) reside, y no es casualidad, en el Barrio del Cristo. Tampoco lo es que sea miembro del Voluntariado de Marginación "Claver" y de la Comunidad de Vida Cristiana "Ignacio Ellacuría". Tampoco, que haya formado parte del colectivo crítico "Alicia Bajo Cero", empeñado en desvelar las trampas ideológicas de cierta poesía actual, empantanada en un lodazal reaccionario y escapista. Enrique Falcón trata de no ser una persona escindida: lucha siempre por conseguir los mismos fines solidarios: en su trabajo en el barrio, en las organizaciones sociales en que está integrado, en la poesía que escribe. Uno siente verdadera emoción al ver que aún quedan quienes se toman la vida y la escritura como un trabajo de hermandad con los seres humanos: más allá de su ombligo: luchar: contra la barbarie: por una existencia menos absurda.
La marcha de 150.000.000 es un ejemplo de ese trabajo. Frente a los cortitos intereses poéticos y humanos de nuestros poetas canónicos, Falcón elige hablar del mundo entero y de los cientos de millones de mujeres y hombres que, a diario, ven arrasadas sus esperanzas de librarse de los fantasmas del hambre, de la explotación, de la enfermedad provocada, de la opresión, de la tortura. Hay que tomarse en serio lo que los poetas dicen: tiene que ver con el tipo de existencia humana que nos proponen.
Este poeta se mezcla con los desposeídos: va y viene entre ellos con su mala conciencia, su amor desgarrado o su rabia en ebullición: su salmodia recorre el recurrente léxico brutal de la humanidad devastada. Su canto no puede disponer una misma entonación a lo largo de su andadura insurgente o su abrazo vinculatorio. Ni siquiera en cada poema puede (quiere) mantener un mismo ritmo: el discurso poético navega como olas que se fortalecen en vigor y, de repente, retroceden y caen henchidas de amargura retráctil; se alarga en versículos de denso ritmo sostenido y, súbitamente, se interrumpe, como si se hubiera quedado sin aliento en la lucha; se quiebra su latido como si la desdicha no le permitiera el espejismo de una apariencia rotunda.
Así, esas roturas del ritmo no se deben a juegos retóricos, inútiles adornos de quincallería vanguardista. Se deben a la estremecida tensión de un contenido en el que no reina la paz: atravesado por la sangre derramada y la tortura; cercado de espinos por la explotación económica y el desprecio; mutilado por las emanaciones letales de los vertidos químicos y las malformaciones genéticas y las muertes; decapitado por esos 150.000.000 de niños asesinados por quienes provocan el hambre y el desastre sanitario. Es una tensión que brota quebrada y ardiente de pus desde dentro: los ofrecimientos del amor a los desheredados se cruzan con los nombres de las multinacionales asesinas, y los ritmos solidarios de los seres humanos que resisten, con las cifras mortíferas de la expropiación y el expolio. Es una tensión en que se agolpa el Cristo sangrando en la Cruz y prometiendo la salvación, y el dolor en carne viva de las criaturas aplastadas por la tasa de ganancia; el dios con frío que recusa a los grandes príncipes, y el espanto del que huyen (se marchan) o en que agonizan los 150.000.000 de pechos que hablan en sus versos. La tensión que desgarra los poemas es producto necesario de la violencia que tritura las almas de estos desdichados "pobladores" arrojados a la desesperanza. A un tiempo se rompen los ritmos del discurso y las clavículas de los niños.
En los márgenes de las páginas, Falcón ha añadido notas que aclaran ciertas referencias nominales o factuales, o que identifican la procedencia de ciertos versos "encontrados". Es cierto que, como él dice, estas notas no "interpretan" lo que el texto habla, y que la estremencia semiológica de los poemas no necesita de ellas. Pero las notas forman parte del libro no (sólo) en el sentido informativo, sino, asimismo, en el propio sentido estilístico: son un discurso, afilado y cortante como una guillotina judicial, que rebana nuestros subterfugios y nuestras autoindulgencias. Diseña, a un tiempo, un horizonte de citas que rompe con el habitual esteticismo descomprometido (Isaías, Marx, Lucas, Kropotkin, Mateo, Bakunin, Ajmátova) y una geografía de la explotación neocolonialista y el exterminio del Tercer Mundo.
Así, ya no es posible leer sólo como arte, sólo como hermosa siembra de palabras sabiamente entretejidas: estos cantos del dolor y el estremecimiento: hay que tomarse en serio lo que dicen: romper el hábito de pasar por encima de las implicaciones profundas de los signos que conforman el poema: oír el relato amarguísimo de la sangre vendida: el canto desesperado del que quisiera florecer y apenas puede hacer otra cosa que sobrevivir entre los cadáveres de quienes no tuvieron tanta suerte: ese sí es un canto sagrado: porque habla desde el corazón tronzado de la Humanidad y entona la piedad de las víctimas sin redención: el sagrado redoble de conciencia de un profeta que trata de continuar su viejo trabajo sin prestigio: nunca con el poder, siempre contra su semilla de putrefacción.
 
[Reseña, 303 (marzo 1999), p. 16]
Salustiano Martín