Cuando no sabemos qué hacer con una cosa, la
cargamos de adjetivos. Tal vez todo consista en preguntarle al poder qué
estrategias planifica para sobrevivirse y qué músicas transportarán a
la feligresía al centro de la adulación o a esa periferia insatisfecha
que es la disidencia. Eso hace que a la hora de las preguntas cada
poesía se posicione en un lugar u otro diferente respecto de quién
ordena la belleza del mundo. O quién su destrucción. Los armatostes del
desacuerdo entre unas y otras vinculaciones o distancias al núcleo donde
reside el puesto de mando adquieren muchas veces -en esta edición de
Fahrenheit, por ejemplo- la forma de un poema, de un libro de poemas, de
una inclinación a tomar partido por una u otra forma de concebir la
poesía. Hay poetas que hablan y otros que acuchillan. Y poemas que
adornan los usos del lenguaje y otros que descargan en esos usos la
rabia enraizada en lo que pasa aquí o donde hostias sea. Hay una poesía
que se ve y otra que quienes deciden estas cosas han decidido que
permanezca en las brumas de lo invisible. Pero no. No hay poesía
invisible. No la hay. La poesía que escribe desde hace años Enrique
Falcón está ahí, como un pedazo de piedra cortante que abre caminos a la
esperanza. El mundo es una birria. Injusto con la fragilidad.
Desmesurado en lo inhumano. Y él mismo, junto a otros poetas que se
alinean (o los alinean) en la poesía de la conciencia crítica, no paran
de convertir el espacio de la poesía en un ejemplar campo de batalla. No
corren buenos tiempos para lograr transformaciones profundas en esa
barrabasada tremenda que es la sociedad de la opulencia. Por eso, dice
él, hay que resistir primero. Y escribir desde una doble perspectiva: No
hagamos otra cosa que se pueda hacer en la calle. Y también: No
hagamos otra cosa que no podamos hacer en la calle. Poesía
política. También se llama así (el poeta mismo así la llama) lo que
escriben Enrique Falcón y sus compañeros de viaje. Y discute eso que
tantas veces se urde para desprestigiarla: poesía panfletaria. De eso la
acusan. De eso acusan a sus autores quienes manejan las patentes de
marca del mercado, el poético y el que sea: suelen ser los mismos. Y
argumenta Falcón: Puestos a hablar de poesía panfletaria… ¿Por qué
no entresacar esos panfletos que, casi mensualmente, escribe el
capitalismo a través de sus poetas? Más claro, ni el agua. Todo eso
está -y rematadamente bien escrito- en El amor, la ira
(Ediciones del 4 de agosto), el brevísimo, apasionado libro (apenas
cincuenta páginas) que acaba de salir con el nombre de Enrique Falcón a
la cabeza. Agárrenlo ustedes por la cabeza o donde sea. Pero agárrenlo.